3. Malas noticias para el poblado
La cortina que separaba la agradable vivienda del frío desierto que se encontraba al otro lado se abrió de par en par, dejando escapar un sonoro chirrido procedente de la entrada. Algo parecía estar rasgando la arena. Una gélida brisa entro en la estancia en la que se encontraban las dos mujeres. La brisa desapareció tras una sombra oculta en la penumbra, la sombra permanecía inmóvil, y podía decirse que estática. Naliah aguzó los ojos para poder ver con claridad.
- ¡Buenas noches cariño, ya estoy en casa! – anunció Hamadi.
El alivio de Naliah era apreciable tanto en su rostro como en su cuerpo.
El vello de sus brazos ya no se encontraba electrizado, y sus latidos volvían a parecer completamente regulares.
-Buenas noches – le respondió Naliah a la vez que le hacía un mohín con la mano para que hablara mas bajo y no despertara a los niños - ¿qué tal en el trabajo?
-Buenas noches – le respondió Naliah a la vez que le hacía un mohín con la mano para que hablara mas bajo y no despertara a los niños - ¿qué tal en el trabajo?
- Conforme. Nada nuevo, lo de siempre, ya sabes… las mismas vistas, la misma gente, la misma huerta…- pero su expresión serena cambió al ver a Habibah - ¿Cómo está usted, señora? ¿Qué la trae por nuestro poblado? – preguntó ásperamente y de mala gana, aunque siempre guardándole respeto.
- Precisamente de eso venía a hablaros.
Habibah les dirigió una mirada pensativa. No era un secreto en el poblado que ella había estado sin ir a visitarles mucho tiempo, tampoco lo era que no había conocido a dos de sus nietos. Ella ya sabía que Hamadi creía tener motivos para odiarla y le guardaba algo de rencor. Por ello aunque el esposo de su hija se mostraba muy respetuoso y amable ella podía ver la verdad en sus ojos.
Tal vez si les cuento lo de los ataques invasores me comprendan. No será suficiente excusa para respaldar mi ausencia estos cuatro años, pero puede que me comprendan, pensó la anciana.
- Voy a traer la cena. - Habibah se colocó en pie, y caminó hacia la cocina. Colocó dos cuencos con el pescado y con los trozos de pan sobre la mesita, a continuación sirvió la cerveza y los tres se acomodaron para cenar -. Espero que sea de vuestro agrado – dijo ella justo antes de iniciar sus oraciones.
- Bueno, Habibah, no pretendo en absoluto ser descortés con usted, pero hay algo a lo que le llevo dando vueltas desde que la he visto. Me gustaría que me respondiera, pero repito, no quiero ser imprudente, y me gustaría tratar este asunto con respeto y como adultos.
- Habla, joven. Te escucho.
- ¿Qué hace usted aquí si lleva sin venir a visitarnos cuatro largos años? – preguntó
Hamadi intentando mantener la compostura.
Habibah suspiró, parecía perturbada. Intentó calmarse un poco, y tomó una gran bocanada de aire fresco. Finalmente se decidió a responder, sus palabras sonaban firmes y seguras, pero la expresión de su rostro se revelaba pálida y sombría.
- Es una buena pregunta, y te aseguro que te será revelada una información muy valiosa que resolverá todas tus dudas.
- Es una buena pregunta, y te aseguro que te será revelada una información muy valiosa que resolverá todas tus dudas.
Habibah suspiró de nuevo, y su expresión cambió. Esta vez sencillamente se encontraba preocupada, atemorizada, y tanto Naliah como su esposo coincidieron en que tenía miedo de contarles lo que había ocurrido.
- Hamadi, Naliah, he de contaros algo muy importante, pero desconozco las consecuencias que pueden darse si os implico en este infortunio. No sé si me explico – hizo una breve pausa –, no sé si puedo garantizar vuestra seguridad – aclaró Habibah.
- ¿Tan delicada es la trama? – indagó Hamadi.
- El inconveniente no es lo delicado que sea, el inconveniente es que la trama es mi pueblo, y mi pueblo ha caído ante enemigos… - hizo otra pausa y continuó – Y me preguntaréis que qué tiene que ver esto con vosotros, y yo os responderé algo: mucho, demasiado, no os imagináis el problema que se avecina hacia este poblado – concluyó.
- Disculpe, no la comprendo, ¿de qué clase de enemigos está hablando usted? – preguntó el hombre.
- Yo ya soy muy anciana, pero creí entender que eran enemigos de mi pueblo. Era al parecer, un pueblo vecino con el que estábamos enfrentados tiempos atrás.
- Yo ya soy muy anciana, pero creí entender que eran enemigos de mi pueblo. Era al parecer, un pueblo vecino con el que estábamos enfrentados tiempos atrás.
- Madre, ¿le ha ocurrido algo a padre?, ¿y como está el resto del poblado?
La anciana rompió en grito y comenzó a hablar entre sollozos:
- Tu… tu padre se ha ido, para siempre – gimió –. Esos bastardos se lo han llevado al otro mundo. Él y el resto de los hombres intentaron defenderse de los ataques enemigos, pero perdieron la vida en el intento. Yo… yo no pude hacer nada, hice lo que tu padre me ordenó. Como anciana del poblado se me consideraba la más sabia, y conduje a las mujeres y a los niños a un lugar seguro, pero los hombres... – las lágrimas corrían por sus arrugadas mejillas y desembocaban en su túnica, que poco a poco se iba humedeciendo hasta tal punto en el que parecía que la mujer había atravesado nadando el río Nilo –, aquellos hombres despiadados iban a caballo, y mataron a tu padre y a todos cuantos pudieron sin importar en absoluto si eran jóvenes o ancianos. Solo algunas mujeres, entre las cuales tuve la gran suerte de hallarme yo, y unos pocos niños logramos huir. Aquello fue una auténtica masacre – corroboró ella finalmente.
Hammadi observaba la situación sin pronunciar palabra alguna. Miraba fijamente a la anciana, con un poco de desconfianza quizá, pero no con maldad. Procesaba cada palabra, y la archivaba en su cerebro en pequeños montones de notas mentales. Nunca se había sentido cómodo cuando la mujer se hallaba cerca de él. Siempre la había considerado una vieja loca porque ella afirmaba que tenía poderes sobre naturales, con los que podía comunicarse con los seres de la naturaleza, y con el corazón del desierto; poderes otorgados por los dioses según decía ella. Hammadi jamás había entendido lo que significaban esas palabras, pero tampoco se había molestado en intentar comprenderlas, para él sólo eran desvaríos de una anciana chiflada a la que le quedaba poco tiempo de vida en este mundo.
- Pero… madre, ¿cuando comenzó todo?, ¿cómo? ¿por qué? No entiendo lo que trata de decirnos – dijo su hija preocupada.
La anciana comenzó a hablar:
- El corazón del desierto se había puesto en contacto conmigo hace más de quince lunas, comunicando que iba a atacarnos un ejército enemigo. Como jefa del poblado se lo comenté a tu padre para que lo tratara con el consejo de sabios. Tu padre pasó a formar parte de ese consejo junto con otros dos hombres cuando mi hermana falleció – dijo Habibah haciendo una breve pausa para tragar saliva –. Es cierto, no voy a negarlo, me escucharon, y en repetidas ocasiones habían actuado acorde con mis visiones y premoniciones, pero esta vez no fue así – anunció ella disgustada.
Sherezade se encontraba en la habitación de al lado, y no lograba conciliar el sueño. A pesar de que estaban hablando entre susurros ella no era capaz de dormirse, los sollozos o los llantos no le influían en absoluto, era la curiosidad que sentía a cerca de lo que estaban hablando sus padres y su abuela lo que le preocupaba y le impedía pensar o hacer cualquier otra cosa. La intriga le estaba reconcomiendo por dentro hasta tal punto en que se levantó despacio de la cama para no hacer ruido, caminó sigilosamente como un gato haciendo equilibrio sobre los escombros hasta la puerta que daba con la sala de estar, y se puso a escuchar cuidadosamente la conversación.
Al otro lado de la vieja puerta de madera la tensión inundaba el ambiente.
- ¿Madre…, cuando comenzaron los ataques?
- Hace sólo cuatro lunas que nos atacaron. Ya bien entrada la noche, yo yacía despierta en la parte trasera de la tienda observando las estrellas del cielo. Eran hermosas, pero entre esa hermosura tan lejana escuché unas caballerías. Al principio sólo pensé que se trataba de gente del desierto, de mercaderes, o de viajeros, pero tomé el rábano por las hojas, se trataba de un ejército. El ruido, y el alboroto que estaban provocando al acercarse despertó a nuestra tribu. El jefe y el consejo se reunieron en una de las tiendas más grandes, destinadas precisamente para la labor. Teníamos poco tiempo para trazar un plan, unos instantes tal vez… Yo que me encontraba presente recibí instrucciones de desalojar a las mujeres y a los niños pequeños, mientras los hombres luchaban. En otras palabras, tu padre, los ancianos, los jóvenes, y los niños a partir de una cierta edad distrajeron a aquel ejército para que el resto tuviésemos una oportunidad de escapar. Algunas mujeres, particularmente tres ancianas decidieron quedarse en el poblado. Una de ellas comentó que si su corazón desistía de latir se sentiría orgullosa de poder morir por amor, y de ser enterrada por el soplo del viento bajo el polvo de oro del desierto. Esas fueron sus últimas palabras antes de caer tendida en el suelo oscureciendo la fina arena de rojo escarlata. Era una mujer valiente, muy perspicaz, y una gran confidente, que fue atravesada con una lanza indecente a manos de un pueblo enemigo.
Habibah se desplomó, y se llevó las manos a la cabeza para evitar que la vieran llorar. Era una mujer orgullosa, y prepotente, ya entrada en años que había perdido a su hija, a su hermana y a su marido, y a pesar de que estaba tratando de recuperar a los que aún no habían perecido en esta vida no le estaba resultando precisamente fácil. Sobre todo porque su hija no ponía de su parte, y porque el marido de esta la había tachado de loca.
Naliah se acercó a su madre y se aferró a ella fuertemente tratando de calmarla. Intentaba darle su apoyo, demostrarle que podía confiar en ella, explicarle lo mucho que la quería, y abrió la boca para decir algo, pero de su boca no salieron más que palabras ahogadas. Ni siquiera ella misma sabía que significaban aquellas palabras sin pronunciar, no sabía si extasían realmente, o si habían sido producto de su a veces, engañosa imaginación. Sintió palpitar el corazón de su madre, y sintió como la sangre corría por sus venas fuertemente; golpeando cada esquina, recorriendo cada pasadizo por oculto que estuviera, viajando por todos los rincones y escondrijos de su cuerpo.
Se estremeció sólo de pensar en ello.
- Hija, no hubiese querido jamás ser yo la que os advirtiera de esto; pero si alguno de ellos nos ha seguido saben mi paradero.
- Pero señora, ¿cree usted sinceramente que eso puede llegar a ser posible? – Preguntó el hombre con un tono agrio.
- Jamás descartes una posibilidad por reducidas que sean sus probabilidades. Jamás Hammadi, repito: Jamás. Jamás digas “de esta agua no beberé”, es una de las leyes del desierto, algo que aprendes a lo largo de la vida.
Para un viajero que se halla perdido en medio del desierto, cualquier agua es válida, pensó Naliah, y recordó una de las historias que su madre le narraba de pequeña por las tardes mientras iban hacia el oasis a recoger agua. Su madre siempre había dicho que eso era una leyenda, y aunque, no recordaba el título con total claridad, se acordaba de algo, el título nombraba una rosa del desierto, o una cosa parecida.
Se rió por este pensamiento tan vivaz que le recordó a los tiempos en los que ella era una niña y jugaba horas y horas, hasta tarde en el desierto con su hermana. Jugaban, todos los días lo hacían, también se peleaban, y eran castigadas por ello, pero se querían más de lo que un faraón codicioso adora su oro.
Jamás… - murmuró burlón. El tono de su voz fue inaudible incluso para él, y llegó un momento en el que dudó si lo había murmurado, o simplemente pensado.
Imaginaciones mías, se convenció a sí mismo.
Habibah meneó la cabeza a ambos lados, tomó una lenta, pero larga y profunda bocanada de aire y finalmente volvió a decir:
- Cabe la posibilidad de que alguno de aquellos hombres nos siguiera. Quizá intriga, tal vez una orden, extrema vigilancia, pura curiosidad; no lo sé. Solamente sé que no la descarto bajo ningún concepto. Esos hombres son listos.
- Si resulta ser como dice ¿qué podemos hacer? – inquirió Hammadi desafiante.
- Si fuese así absolutamente nada. A estas alturas ya sabrían de nuestra posición y conocerían el poblado. Sencillamente esperar.
- Estupendo… - murmuró Hammadi.
Esta vez fue Naliah la que le lanzó una mirada fulminante a su marido.
- No perdamos la calma – impuso.
- Ni la esperanza – convino su madre.
- ¿Y ahora qué? ¿Debo completar la frase como si fuésemos un grupo de héroes?
Las dos mujeres le miraron con incredulidad.
- Lo siento pero no. Vosotras os dedicáis a rezar, a rogar, y a recitar composiciones sin sentido mientras que, un ejército podría estar de camino para atacarnos – siguió el hombre –. No lo encuentro razonable. Parece que no os dais cuenta que no solo Habibah puede estar en peligro por haber huido, sino que nosotros también.
Naliah le miró deseando que no dijera lo que ella no quería escuchar.
- Y ese nosotros no somos solo tú y yo querida. También están los niños. Cinco niños que permanecen dormidos en el cuarto. Cinco niños que no tienen ni la más remota idea de nuestra conversación, y que podrían encontrarse levantados en unas horas debido a este problema –. ¿Te lo imaginas?, esta vez no huiríamos cincuenta en diferentes direcciones con la ventaja de poder recurrir al despiste, sino que huiríamos ocho personas a pie, entre ellas una anciana, un bebé, una niña muy pequeña, y tres niños más. Lo veo difícil – concluyó.
Cuando Hammadi terminó con su discurso la expresión en el rostro de Naliah había cambiado radicalmente.
Sabía que lo justo sería contradecir a Hammadi, que se estaba mostrando demasiado egoísta, pero sabía que su esposo llevaba razón en todo lo que decía, no en como lo decía. Pensó en los niños, y reprimió sus palabras.
Hammadi se sentía victorioso, ganador; por una vez la razón había sido justa con él.
Sherezade que se encontraba al otro lado de la pared pudo percibir el gesto triunfal que su padre había hecho. También se imaginó la mirada asesina de su madre, probablemente sería la misma que la que le regalaba a ella cuando no cumplía con sus obligaciones en el hogar. Se alegró de saber que su madre también hacía ese tipo de regalos a otras personas, y no solo a ella.
¿Acaso puede ser verdad todo lo que la abuela está diciendo?, reflexionó la niña para sí.
Imposible, se dijo. Si alguien viniese a atacarnos ya hubiesen llegado hace rato, la abuela lleva aquí unas horas, no pueden haberse retrasado tanto, ¿o tal vez sí?, siguió pensando, y dándole vueltas a todos aquellos sucesos y posibilidades que retumbaban en su mente.
Finalmente suspiró.
Si padre se entera de que estoy escuchando esta conversación me castigará para siempre. Estaré castigada de por vida – un escalofrío le recorrió la espina dorsal –. No importa, merece la pena, lo hará.
No siempre todo es tan malo como parece, ¿no?, pensó temeraria intentando no pensar en lo que pasaría en realidad. Prefería mentirse levemente a sí misma y no reconocer la realidad del asunto, por dolor.
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Al otro lado, la conversación se ponía cada vez más fría y violenta.
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Al otro lado, la conversación se ponía cada vez más fría y violenta.
Habibah se levantó sosegada del cojín sobre el que estaba sentada, y pronunció solemnemente:
- Creo que será mejor que me retire.
- No, madre, no se vaya – rogó Naliah.
- No, madre, no se vaya – rogó Naliah.
Hammadi emitió un bufido. Demasiado sonoro y arrogante.
Naliah lo fulminó con la mirada.
La actitud de Hammadi estaba siendo un tanto despreciable, un hombre de bien como él no se comporta así con una dama. El hijo de una de las familias más ricas y poderosas de Arabia no se comportaba así; aunque él hubiese tenido que ocultar su identidad tanto a su esposa como al resto de su familia, no debía haber dicho las palabras que dijo.
Debía haber sido respetuoso, después de todo, él era educado, ¿qué le estaba ocurriendo?, ¿había cambiado su personalidad por poseer menos fortuna?
- Habibah, lo siento. Espero que algún día por lejano que sea pueda disculparme. Hoy me he comportado como un indeseable, perdóneme – Y diciendo esto se levantó, todavía con el terror de su cambio de personalidad, y actitud en mente.
Estaba asustado de sí mismo. Realmente atemorizado.
Cogió uno de los bollos, y salió voluntariamente de la casa, con el rostro desencajado y sin despedirse.
Naliah y Habibah observaron la escena realmente desconcertadas.
- Hija, todo ha ocurrido por mí culpa. No he hecho más que atraer los malos espíritus a esa casa. Creo que debería irme.
- No madre. Has hecho lo correcto, venías a advertirnos del peligro. Gracias – Intentó tranquilizarla su hija tomándola de la mano, y acariciándosela – Si le preocupa Hammadi puedo decirle que probablemente habrá tenido un mal día en el trabajo, y ya sabes que es muy impulsivo. Además quizá le chocó un poco verla aquí después de cuatro años. Perdónale, él no es así – concluyó Naliah.
Sus manos arrugadas eran muy suaves.
- No hay absolutamente nada que perdonar. Lo comprendo – respondió la anciana afablemente.
- Será mejor que nos acostemos – comentó Naliah.
- Mañana será un día duro – añadió Habibah.
Naliah extendió un par de esteras sobre el suelo, y colocó sobre ellas dos mantas finas de seda.
Habibah sonrió al ver de nuevo aquellas mantas que habían pertenecido a su familia durante generaciones, y dijo:
- Las mantas que os regalé cuando se concertó vuestro matrimonio, ¿verdad?
- En efecto – contestó Naliah con su perfecta sonrisa y un brillo peculiar en los ojos.
Se acostaron, y se durmieron enseguida.
Sherezade aún estaba muy quieta junto a la puerta, como un gato acurrucado junto al fuego, en una fría noche de invierno.
Se desplazó sigilosamente hasta una de las pequeñas ventanas que había en el dormitorio. No se encontraban ni muy altas ni muy bajas, pero tampoco se podía decir que la estatura de la niña de nueve años fuese muy elevada. Arrastró un baúl y lo colocó justo debajo de la ventana. Se subió a él y se asomó por ese pequeño hueco abierto en la pared. La gélida brisa de la noche le removió el espeso y oscurecido cabello, echándoselo hacia atrás, y despejándole el rostro por completo. La refulgente luna seguía encendida, brillante e imponente, derramando destellos plateados para todo aquel que quisiera observarlos, bajo la perlada noche. Su oscura piel se veía muy bella a la luz de la luna, esta se la iluminaba realzando sus rasgos, y hermosas facciones.
Apoyó la cabeza sobre una mano, como si tratara de sostenerla y no dejarla caer, y levantó el mentón levemente hacia el cielo.
- Puede que esto sea una señal – susurró en voz baja.
La luna se reflejaba en sus ojos negros azulados, y el cristal centelleaba en una serena marina de olas de plata y azul.